ALGO TENGO QUE HACER

Arremetió contra él en un último intento. Pero las fuerzas ya lo habían abandonado y aquel tipo era un bloque de hormigón.
Zarandeó a Alex como a un sonajero y lo lanzó a un metro de distancia.
Yo, agazapado en un rincón, escondido tras las sombras, asistía impotente a la escena.

“Algo tengo que hacer”. Pensé

Como un animal alertado por el instinto, Alex se sabía camino del matadero.
- ¡SOCORRO! ¡QUÉ ALGUIEN ME AYUDE! –Chillaba con escasa fortuna tras la brutal paliza, depositado en el suelo como un trozo de carne despellejada y sangrante.
Yo estaba paralizado.
Tras un año de vernos casi diario, entre los dos había surgido una franca amistad. Pero el miedo me atenazaba.

“Algo tengo que hacer”

Aquel matón introdujo la mano en la sobaquera de la gabardina y extrajo un arma.
- Si sabes rezar algo, será mejor que empieces. –Le aconsejó complacido, avanzando hacia lo que quedaba de Alex.
- ¡No! Por favor... ¡No! –Suplicó éste, al tiempo que gateaba en un baldío intento de huida.

“Algo tengo que hacer”. No podía dejarlo morir. No de esa manera. Pero, ¿qué podía yo contra ese experto asesino?

Alex se derrumbó sobre el duro cemento del almacén, lloraba como un niño asustado. En el rudo villano se dibujó una mueca de satisfacción. Continuó su helado avance, bordeando el rastro de sangre dejado por Alex primero, y los restos de su maltrecho cuerpo después, hasta situarse frente a él.

“Algo tengo que hacer”. Me repetía cobardemente, cuando vi aquel instrumento a mi merced, y una idea explotó en mi cabeza.

- Socorro. ¡No! Dios. Por favor... Por favor. –Incapaz de levantar la mirada, Alex suplicó por su vida a los zapatos de aquel individuo.
Pero sus gemidos y sollozos nunca podrían ablandar el trozo de roca que se erguía ante él.
Armó la pistola y le apuntó a la nuca sin conmiseración

“Algo tengo que hacer”

Mi mano se proyectó como un disparo. Yo tenía ahora el mando. Sin más dilación, a causa de la premura del momento, apunté a la cabeza de aquel canalla y apagué el televisor. - Ufff... Justo a tiempo –Suspiré aliviado.

HERMANAS GEMELAS

Eran la envidia del lugar. Sofisticadamente bellas, majestuosas como las caras de las monedas, altas y esbeltas como espigas de dieciocho quilates, en su mirada se reflejaba el cielo y su joven sonrisa brillaba más que la del sol. Parecían dos princesas de cristal y todo el mundo suspiraba al verlas.
Aquella despejada mañana de finales de verano se dirigían, como cada jornada, a recolectar la miel que las aguardaba en las colmenas de su propiedad. Bordeaban el río sosteniendo sendas bolsas con los aperos necesarios para la recolecta de miel. Les tocaba el turno a los panales de las nuevas abejas, las traídas de oriente, que aunque producían la miel más dulce y perfumada se mostraban en extremo violentas al sentirse molestadas. Ya lo habían comprobado la primera vez: se lanzaban como proyectiles contra sus trajes de protección, con una fijación nunca antes vista en todos los años que llevaban en el oficio de la miel.

Pero poco podían prever las dos hermanas que aquellas abejas, organizadas con disciplina militar, no estaban dispuestas a que se les expoliase el fruto de su trabajo tan fácilmente. Cumpliendo las órdenes de la reina del enjambre y fanatizadas por los zánganos de la colmena, dos de ellas vigilaban los alrededores emboscadas en el camino a la espera de las dos hermanas a las que todas consideraban ladronas.

Fue avistarlas, y una de las abejas se lanzó contra la primera hermana, la que habría el paso a escasa distancia de la otra.
La abeja se desplomó muerta tras clavarle en su frente su aguijón rebosante de veneno mortal. La hermana noto el impacto y el pinchazo de un alfiler, pero ni siquiera tuvo tiempo de llevarse la mano a la herida en un acto reflejo. Al instante, sus músculos se tensaron y paralizaron, y noto el inmediato fluir de un río de fuego por sus venas.

Como buenas gemelas, la otra hermana sintió un cálido, pero en extremo desagradable, hormigueo recorriéndola de los pies a la cabeza. Alcanzó la altura de su hermana, y sin tiempo de recuperarse de la sorpresa y darse cuenta de que algo le había sucedido a su gemela, notó la explosión de la otra abeja en la parte superior de su escote.
Si su inconsciente, como un relámpago, ya la había alertado del dolor de su propia carne encarnada en su mitad gemela, ahora tuvo la desgracia de sufrirlo en la mitad que le tocaba dar vida.
Completada con extrema rapidez la parálisis completa, de pie, enajenada de la capacidad de movimiento, presa de un terrible dolor y consumida por el fuego en forma de veneno, el tormento de saber que su hermana soportaba un calvario similar superaba cualquiera de sus propios sufrimientos.

Inmunizadas contra cualquier aguijonazo, tras años de sufrirlos, y conocedoras del género que manejaban, las dos sabían que aquellas picaduras eran mortales de necesidad. Roídas en sus carnes, y desolladas en sus almas, de sus ojos brotaron cascadas de lágrimas que al despeñarse reproducían el sonido hueco de la muerte al estrellarse contra el terreno que rodeaba sus pies.
Se sabían en los últimos momentos de sus vidas pero, rígidas como dos estacas clavadas en la tierra, ni podían girar sus rostros deformados por el dolor para mirarse por última vez y despedirse.
Tan sólo les quedaba rezar para que se acortase aquel padecimiento.



Tras licuarse sus vísceras y estallar sus venas, deshidratadas por tanta lágrima vertida, la segunda gemela –quizá por sufrir la picadura más mortal- se derrumbó fulminada a media mañana. El cuerpo sin vida de su hermana lo hizo poco después. Ese fue su terrible final.

La mañana, espantada por la tragedia, huyó despavorida; y la tarde, obligada por las leyes del universo, ocupó su lugar llorando sus cuerpos sin vida. Lloró la noche sus cadáveres al velarlas, y la mañana se despertó sollozando.
Lloró amargamente toda su familia, y sus amigos y vecinos, y todo aquel que las conoció o había oído hablar de ellas. Lloraría la historia regueros de tinta mezclada con sangre e infamia, en nichos de papel a los que jamás cubríría la losa del punto final.

Mientras, en el enjambre, las abejas asesinas celebraban su triunfo zumbando las alas y dibujando piruetas en el cielo a sabiendas de que nunca más les sería robado el fruto de su trabajo. ¡Qué equivocadas estaban! Ignorantes de las consecuencias que tendrían sus actos para la posterioridad.
Como el nefando preludio de lo que se avecinaría para siempre, todo aquel paraje se cubrió de una niebla densa, sucia y envilecida, de olor acre, que aumentaba su pestilencia al pasar los días

Y con aquel veneno flotando, ya nada volvería a ser igual en aquella colonia de abejas. Ni en ninguna otra. Ya nada volvería a ser igual en aquel lugar y sus alrededores, ni en ninguno otro bajo el cielo o sobre la tierra. Ya nada volvería a ser igual en el mundo entero.

Era el 11 de septiembre de 2001. El lugar: Nueva York.

ADIOS, VIEJO AMIGO

C.J. conducía a toda velocidad el deportivo aquel lunes de madrugada. La luna llena engarzaba la noche, como un botón de plata, impidiendo que se fugase el bochorno del verano. Con el aire acondicionado apagado, el espeso calor se derretía como plomo fundido dentro del habitáculo cerrado

-¡Maldito cerdo! –Deliró de nuevo C.J. golpeando con furia el volante.

Sudaba profusamente, tenía el rostro abotargado, la mirada grapada por el alcohol, y las ideas le hervían en su cabeza como en una olla exprés. La escasa circulación a esas altas horas lo salvaba, porque el deportivo cabeceaba de carril en carril apropiándose de la autopista, al igual que un boxeador sonado vagando por un ring.

- ¡Un hijo de puta! Un auténtico cabrón. Pero todo se va a acabar hoy. ¿Entiendes? Hoy. –Aseguró a su acompañante.

Con la mano derecha alzó la botella de licor hasta su boca para dar cuenta del último trago que permanecía ignorado en su fondo. Ya inutilizada, la lanzó con rabia al asiento posterior.

- ¿Por qué nos hizo esto? –acompañó el grito con un ademán que le hizo soltar el volante a cerca de 200 kilómetros hora- Yo confiaba en él. Le quería de verdad, era mi mejor amigo... ¡Si nos conocemos desde siempre...! Ojalá que esto fuese una pesadilla... -Suplicó ,balbuceando, a su compañero de viaje.
La luna llena embrujaba la noche con su hechizo de blanco satén, dueño de las almas de todos los locos.

- Nos ha arruinado.-Prosiguió vacilante- Ha arruinado la empresa. Me ha arruinado a mí. Ha arruinado a mi familia... ¡Nada! Eso es lo que vale la empresa: Nada. No cubre ni las deudas. ¿Cómo se lo digo a mi mujer? ¿Cómo?. Ni vendiendo la casa de aquí, la de la playa..., los coches..., las joyas... –Frunció, angustiado, el entrecejo. Con un dedo evito que una lágrima se diluyera en el sudor que resbalaba en cascada desde su frente.

- Un hombre no llora. –Afirmó entrecortado, recobrando brevemente la compostura- Le diré que tendremos que empezar de cero. Trabajar en lo que podamos... los niños irán a colegios públicos... Que se olvide de fiestas, viajes..., vestidos caros... ¡De todo! ¿Cómo se lo digo? –Mendigó una respuesta, pero en vano.

Su acompañante permanecía en silencio, mientras las palabras de C.J. rebotaban en el habitáculo para volver de nuevo a su cabeza. Una y otra vez. Entre tanto el vehículo zigzagueaba alineado con sus pensamientos, de lado a lado de la carretera.
Y esa luna llena, inclemente, que le asaba todavía más los sesos.

- Tenía un par de queridas, lo sé; y que se pasaba con la bebida. A veces esnifaba, sí, lo sé, y que derrochaba demasiado dinero. –con un dedo señaló a su callado acompañante-. Un par de veces tuve que avisarlo de que se estaba pasando, de que el negocio no funcionaba así. Pero siempre le creí cuando me aseguraba que todo estaba bajo control. –Compungido, C.J. se frotó los ojos con la palma de la mano, espantando otro proyecto de lágrima, y con la manga del traje aplastó las perlas de sudor de su frente

- Yo fui quien insistió en meterlo en la empresa. Yo fui quien insistió en darle cada vez cargos de mayor responsabilidad. ¿Cómo pudo arriesgar todo...? –continuó su atormentada letanía-. Llegaron primero las deudas de juego, más y más..., y sus intereses. Después aquella especulación en bolsa para tapar los agujeros..., ¡con el dinero de la compañía! Y las acciones se desplomaron. Y después, ¡OH DIOS!, las malditas contratas. -Cuando su confuso torrente de palabras cesó, no quedó más que el silencio.

Se refería a la constructora que su mujer heredó del padre, y de la que C.J. era presidente. Al menos hasta hoy.
“ No te metas en contratas con la administración. Tardan mucho en pagar y ésta es una empresa pequeña. Te quedarás sin liquidez y tendrás que endeudarte. Los intereses te acabarán comiendo “. Le repetía el viejo continuamente.
“ No te meterás con la Administración, ¿verdad?” Le hizo prometer antes de su muerte.
Primero se descubrieron los rotos en la contabilidad, fruto de las deudas del juego y del fallido parche en forma de arriesgada y ruinosa especulación en bolsa. Después vinieron las alocadas contratas, varias de ellas de generosas cuantías, con la administración. La empresa estaba endeudada desde las cloacas hasta la azotea. Cuando la administración retrasó los pagos no pudieron resistir. Estaban en quiebra. Mañana se haría público. Todos los bienes de C.J. y de su familia estaban a nombre de la constructora. Lo pederían todo.

- Yo fui el culpable. –Sentenció con el nulo juicio que le quedaba.

Frustrado, escudriñó el horizonte en busca de las primeras luces de la ciudad. La luna le golpeaba con blanca crueldad, ahogando el brillo de cualquier lucidez que pudiera surgir de su cabeza.

- ¿Ves este coche? –Anunció al fin- Bonito. ¿Verdad?. Del paquete. 100.000 euros le costó al cabrón. Bueno, a la empresa. ¡Y ya estaba en las últimas! –Giró su cabeza colapsada y embrutecida, y escrutando a su acompañante con los ojos chorreando en sangre, le preguntó a viva voz- ¿Me quieres decir para que necesitabas un coche de 100.000 euros? ¿No tenías bastantes coches ya? ¿Es que este te la chupa mientras conduces?

Su compañero replicó de nuevo con el silencio.

Como una chispa, una idea incendió su cerebro empapado en alcohol. C.J. bajo las ventanillas, pisó el freno con brusquedad al tiempo que escoró el vehículo a la derecha.

-¿Ves lo que hago con tu coche? –Preguntó mientras lamía el guardarrail, y un chirrido metálico rebozado en destellos se proyectaba contra el parabrisas, penetrando por las ventanillas y agujereando los oídos y la fina tapicería de piel.
C.J. cerró las ventanillas y retornó a la carretera, con el lateral del vehículo destrozado, su cerebro enquistado en malignas ideas, la mirada vacía proyectada hacia el horizonte, buscando desesperadamente las luces de la ciudad.

-¿Has visto lo que le he hecho a tu coche? ¿Lo has visto, amigo? –Insistió.
Pero su amigo no podía contestarle, ni suplicarle, ni conducirle de nuevo al carril de la razón, porque yacía a su lado carente de vida.
Sólo la luna lo acompañaba en aquel chiflado trayecto a toda velocidad.


Durante un buen rato C.J. permaneció en silencio, rumiando la idea dueña de su siniestro cerebro y aventurando los ojos en la lejanía, hasta que por fin unos diminutos racimos de luces se precipitaron en su retina. Se acercaba a la ciudad.
Un reflejo de luna procedente del asiento de al lado centró la atención de C.J. Derramó un vistazo sobre su compañero, que se bamboleaba en la butaca, y sonrió. Posó su mano sobre él y lo notó frío y duro. Sin esfuerzo lo levantó sopesándolo: Era un revolver Llama plateado del calibre 22, el mismo que utilizaba en el club de tiro. Soltó una carcajada: Era otro de los sitios donde tendría que darse de baja.
“Sé que te escondes en ese picadero alquilado que usas para llevar a los ligues”, pensó C.J.

Con satisfacción vio como los puntos luminosos engordaban en el horizonte y se multiplicaban como una plaga de insectos lucíferos.

Date por muerto. –Amenazó en un terrible gesto, mientras devolvía el revolver al asiento.

.............................................................................................................................................

Tenía sus llaves y franqueó el piso sin dificultad. A trompicones se encaminó a la estancia donde sabía que lo encontraría. Encendió la luz del dormitorio, y entonces lo vio. Estaba allí, de pié, ladeado por el alcohol y por el peso de la culpa. Se aproximaron hasta situarse a unos dos metros de distancia el uno del otro.
C.J. lo escudriñó en silencio. Aparentaba unos cuarenta años, pero su pelo negro, abundante y revuelto, le daba un aire de eterno adolescente. Contemplarlo en aquellas circunstancias le producía una enorme desazón.

- ¿Sabes a lo que he venido?, ¿No es así, amigo? He pensado mucho en todo esto y creo que es lo mejor. Sí, eso creo.

La luna llena pintaba un círculo blanco en el negro ventanal situado a espaldas de C.J.

- De todas formas... dame una razón para que no te mate. Una sola. -Suplicó, de nuevo en vano, C.J. No era el mejor día para obtener respuestas.

La figura alta, tal vez en otro tiempo elegante, permanecía allí, de pie, tambaleante pero inmutable en su expresión; quizá fueran residuos de aplomo de otra época mejor. Sin embargo todo en su pose apestaba a desaliento y alcohol: la corbata torcida, la camisa desabotonada, su rostro inflamado, embotado y escarlata, truncado por la desesperación.
Pero de pie. Allí estaba. Con la luna llena resplandeciendo a sus espaldas, enfundado en un caro y arrugado traje italiano de seda azul. Pero aquella silueta desastrada no era más que el remedo de un ser humano.

“A lo que has llegado...” Pensó C.J. sin dejar de examinarlo.

Le echó un último vistazo. No lo volvería a ver con vida. Lentamente lo recorrió hasta detenerse en su mano izquierda: un revolver plateado pendía de ella.
C.J. ni se inmutó, ni se previno, ni agudizó sus turbios sentidos o retrocedió. Nada de eso hizo, porque aquel revolver era el suyo. Él era el único monigote en aquella habitación.

Mientras observaba la luna y su propia figura reflejadas en el espejo de pared, con la mano derecha C.J. se llevó el arma a la sien, y sin dejar de contemplarse, se dijo en voz alta: - Adiós, viejo amigo. –Y apretó el gatillo.

UNA INMENSA FORTUNA

Lo conocí cuando éramos unos niños, poco antes de que la pobreza le hiciese abandonar la escuela.
Inteligente, dotado de una extraordinaria capacidad de trabajo y una curiosidad insaciable, poco le valieron a aquel niño dichos talentos contra la necedad de la desgracia. Ya sin padre, la muerte de su madre a causa de una penosa enfermedad sólo le dejo el aire que respiraba como herencia. Bueno, también la miseria y la desdicha.

Años después me topé de nuevo con él al pasar por delante de una obra: Avejentado y curtido, transportaba un saco de cemento a la espalda y escondía la mirada en la acera. No reparó en mí, y en un primer momento pensé en saludarlo, pero yo era ya un prometedor abogado y pensé que al darme a conocer hundiría más el dedo en la dolorosa llaga que seguramente sería su vida. Acabábamos de entrar en la treintena y a mi antiguo compañero sin duda le quedaría mucho peso que transportar en sus espaldas.

Ahora llevaba ya diez años trabajando para él, en su imperio, y me consideraba también su único amigo. Nadie supo nunca como aquel niño pobre, aquel peón de albañil ignorante, pudo amasar semejante poder y fortuna en tan poco tiempo.
Pese a lo cual, solitario y sin familia, vivía en la absoluta estrechez.. Ermitaño del trabajo, vestía como un vagabundo, se alimentaba frugalmente, y hasta dormitaba en un camastro anejo al despacho. Ese era su hogar.
Quizá tanta avaricia fuese el resultado de la miseria que arrastro desde niño, de las frustraciones que se depositan en el alma hasta petrificarla por completo; del dolor y la necesidad, de la vida transformada en un castigo que cala en lo más profundo de los huesos y espanta la felicidad del cerebro.

Un día me citó en su despacho y me recibió con una gravedad inusual, incluso para un hombre tan circunspecto e incapaz de desprenderse de una sonrisa. Tras informarme del trabajo de sus contables me señaló la cifra que aparecía al final del grueso informe que manejaba.

- Es el resultante de mi fortuna personal: depósitos, propiedades, acciones, bonos etc..., y el valor estimado de mis empresas.

La cifra era desorbitada y tardé varios minutos en darle formato en mi mente y ubicar los puntos de separación entre números para poder traducirla y darle significado.

- ¿Qué te parece? –Me preguntó. Pero mi boca se abría a la par con mis ojos y me quedé atónito y en silencio mirándola.

- Creo que es una cifra adecuada. –Me informó pausadamente, asintiendo con la cabeza, y comenzó a relatarme una extraña historia.

Se trataba del secreto de su inmensa fortuna, de la fortuna que se le había negado por herencia y destino y parece ser que tanto había anhelado desde que dejó prematuramente de ser niño.
Al principio pensé que bromeaba, pero sería la primera vez en todos esos años tan serios, y su rostro acartonado y solemne y su mirada amarga y profunda me indicaron que no se trataba de ninguna broma, amén de que tan poco propenso era a ellas que sería la primera vez en todos aquellos años que se permitiría tal ligereza. Muchas veces había oído esa historia. Era una leyenda que se corría en el mundillo económico y financiero, y que sin duda fue inventada debido a su fabuloso olfato hacia los negocios. Pero solo era eso, una leyenda quizá fruto de la envidia a la que jamás le di el menor crédito y tampoco lo haría esta vez. Quizá a mi amigo le faltase un tornillo... ¡no!. Conocía demasiado bien el lúcido funcionamiento de su cabeza, pero decidí seguirle la corriente.


- ... y así fue como, harto de tanta necesidad, vendí mi alma al diablo a cambio de la riqueza. –Finalizó su relato, al que siguió un largo silencio.


-Está bien –asentí irónicamente por fin-. Te creo. Esto quiere decir que en el otro mundo sólo te espera el infierno –él lo confirmó con la cabeza-. Eso es lo que quiero decir. Una vez vendida el alma, al menos disfruta de lo que te quede de vida aquí. Puedes hacer de los años que te quedan, que sin duda serán muchos, un auténtico paraíso. Todavía eres joven y sin embargo mira a tu alrededor: En este despacho transcurre toda tu vida. Hasta comes y duermes en él. No necesitas trabajar como un esclavo y vivir como un miserable. Eres inmensamente rico, podrías disfrutar de palacios, viajes, coches, joyas, hermosas mujeres... y sin embargo vives como un amargado. No recuerdo nunca ni un solo capricho de cincuenta centavos que te hayas permitido...

- Por eso te he llamado –me interrumpió-. Quiero que vendas todas mis empresas y realices todas mis participaciones, propiedades y valores. Lo quiero todo en metálico. –Añadió sonriente.

Fue entonces cuando lo entendí todo. Era la primera vez que lo había visto sonreír y hasta me carcajeé interiormente de la broma que me había gastado sobre su alma. Sí... Había llegado el final: El momento de disfrutar de su inmensa fortuna.

- Has llegado al final de tu camino, amigo mío –le dije mientras me dedicaba a pasear por la habitación reflexionando en alto-. El justo momento para retirarte y ser feliz. De disfrutar de esa felicidad que solamente puede dar el dinero fruto de un patrimonio tan extraordinario y que desconocemos los demás en tal grado.

- Sí. Ha llegado el momento de olvidarme de todas estas preocupaciones y de aprovechar el dinero para ser feliz. –Me confirmó con alegría.

- Además de multimillonario todavía eres joven –continué con mi paseo y cavilaciones en voz alta-, el mundo se te abre por completo... Sí..., mujeres, palacios..., todo tipo de caprichos... ahhhh.... –Continué imaginando todo aquello con sana envidia, imaginando como sería el futuro mundo de un Dios del dinero- Pero dime... ¿Por qué necesitas tanto dinero en metálico? ¿Vas a comprarte un país entero para retirarte?
- No –negó con la cabeza-. Necesito el dinero para recomprar mi alma al diablo.