ADIOS, VIEJO AMIGO

C.J. conducía a toda velocidad el deportivo aquel lunes de madrugada. La luna llena engarzaba la noche, como un botón de plata, impidiendo que se fugase el bochorno del verano. Con el aire acondicionado apagado, el espeso calor se derretía como plomo fundido dentro del habitáculo cerrado

-¡Maldito cerdo! –Deliró de nuevo C.J. golpeando con furia el volante.

Sudaba profusamente, tenía el rostro abotargado, la mirada grapada por el alcohol, y las ideas le hervían en su cabeza como en una olla exprés. La escasa circulación a esas altas horas lo salvaba, porque el deportivo cabeceaba de carril en carril apropiándose de la autopista, al igual que un boxeador sonado vagando por un ring.

- ¡Un hijo de puta! Un auténtico cabrón. Pero todo se va a acabar hoy. ¿Entiendes? Hoy. –Aseguró a su acompañante.

Con la mano derecha alzó la botella de licor hasta su boca para dar cuenta del último trago que permanecía ignorado en su fondo. Ya inutilizada, la lanzó con rabia al asiento posterior.

- ¿Por qué nos hizo esto? –acompañó el grito con un ademán que le hizo soltar el volante a cerca de 200 kilómetros hora- Yo confiaba en él. Le quería de verdad, era mi mejor amigo... ¡Si nos conocemos desde siempre...! Ojalá que esto fuese una pesadilla... -Suplicó ,balbuceando, a su compañero de viaje.
La luna llena embrujaba la noche con su hechizo de blanco satén, dueño de las almas de todos los locos.

- Nos ha arruinado.-Prosiguió vacilante- Ha arruinado la empresa. Me ha arruinado a mí. Ha arruinado a mi familia... ¡Nada! Eso es lo que vale la empresa: Nada. No cubre ni las deudas. ¿Cómo se lo digo a mi mujer? ¿Cómo?. Ni vendiendo la casa de aquí, la de la playa..., los coches..., las joyas... –Frunció, angustiado, el entrecejo. Con un dedo evito que una lágrima se diluyera en el sudor que resbalaba en cascada desde su frente.

- Un hombre no llora. –Afirmó entrecortado, recobrando brevemente la compostura- Le diré que tendremos que empezar de cero. Trabajar en lo que podamos... los niños irán a colegios públicos... Que se olvide de fiestas, viajes..., vestidos caros... ¡De todo! ¿Cómo se lo digo? –Mendigó una respuesta, pero en vano.

Su acompañante permanecía en silencio, mientras las palabras de C.J. rebotaban en el habitáculo para volver de nuevo a su cabeza. Una y otra vez. Entre tanto el vehículo zigzagueaba alineado con sus pensamientos, de lado a lado de la carretera.
Y esa luna llena, inclemente, que le asaba todavía más los sesos.

- Tenía un par de queridas, lo sé; y que se pasaba con la bebida. A veces esnifaba, sí, lo sé, y que derrochaba demasiado dinero. –con un dedo señaló a su callado acompañante-. Un par de veces tuve que avisarlo de que se estaba pasando, de que el negocio no funcionaba así. Pero siempre le creí cuando me aseguraba que todo estaba bajo control. –Compungido, C.J. se frotó los ojos con la palma de la mano, espantando otro proyecto de lágrima, y con la manga del traje aplastó las perlas de sudor de su frente

- Yo fui quien insistió en meterlo en la empresa. Yo fui quien insistió en darle cada vez cargos de mayor responsabilidad. ¿Cómo pudo arriesgar todo...? –continuó su atormentada letanía-. Llegaron primero las deudas de juego, más y más..., y sus intereses. Después aquella especulación en bolsa para tapar los agujeros..., ¡con el dinero de la compañía! Y las acciones se desplomaron. Y después, ¡OH DIOS!, las malditas contratas. -Cuando su confuso torrente de palabras cesó, no quedó más que el silencio.

Se refería a la constructora que su mujer heredó del padre, y de la que C.J. era presidente. Al menos hasta hoy.
“ No te metas en contratas con la administración. Tardan mucho en pagar y ésta es una empresa pequeña. Te quedarás sin liquidez y tendrás que endeudarte. Los intereses te acabarán comiendo “. Le repetía el viejo continuamente.
“ No te meterás con la Administración, ¿verdad?” Le hizo prometer antes de su muerte.
Primero se descubrieron los rotos en la contabilidad, fruto de las deudas del juego y del fallido parche en forma de arriesgada y ruinosa especulación en bolsa. Después vinieron las alocadas contratas, varias de ellas de generosas cuantías, con la administración. La empresa estaba endeudada desde las cloacas hasta la azotea. Cuando la administración retrasó los pagos no pudieron resistir. Estaban en quiebra. Mañana se haría público. Todos los bienes de C.J. y de su familia estaban a nombre de la constructora. Lo pederían todo.

- Yo fui el culpable. –Sentenció con el nulo juicio que le quedaba.

Frustrado, escudriñó el horizonte en busca de las primeras luces de la ciudad. La luna le golpeaba con blanca crueldad, ahogando el brillo de cualquier lucidez que pudiera surgir de su cabeza.

- ¿Ves este coche? –Anunció al fin- Bonito. ¿Verdad?. Del paquete. 100.000 euros le costó al cabrón. Bueno, a la empresa. ¡Y ya estaba en las últimas! –Giró su cabeza colapsada y embrutecida, y escrutando a su acompañante con los ojos chorreando en sangre, le preguntó a viva voz- ¿Me quieres decir para que necesitabas un coche de 100.000 euros? ¿No tenías bastantes coches ya? ¿Es que este te la chupa mientras conduces?

Su compañero replicó de nuevo con el silencio.

Como una chispa, una idea incendió su cerebro empapado en alcohol. C.J. bajo las ventanillas, pisó el freno con brusquedad al tiempo que escoró el vehículo a la derecha.

-¿Ves lo que hago con tu coche? –Preguntó mientras lamía el guardarrail, y un chirrido metálico rebozado en destellos se proyectaba contra el parabrisas, penetrando por las ventanillas y agujereando los oídos y la fina tapicería de piel.
C.J. cerró las ventanillas y retornó a la carretera, con el lateral del vehículo destrozado, su cerebro enquistado en malignas ideas, la mirada vacía proyectada hacia el horizonte, buscando desesperadamente las luces de la ciudad.

-¿Has visto lo que le he hecho a tu coche? ¿Lo has visto, amigo? –Insistió.
Pero su amigo no podía contestarle, ni suplicarle, ni conducirle de nuevo al carril de la razón, porque yacía a su lado carente de vida.
Sólo la luna lo acompañaba en aquel chiflado trayecto a toda velocidad.


Durante un buen rato C.J. permaneció en silencio, rumiando la idea dueña de su siniestro cerebro y aventurando los ojos en la lejanía, hasta que por fin unos diminutos racimos de luces se precipitaron en su retina. Se acercaba a la ciudad.
Un reflejo de luna procedente del asiento de al lado centró la atención de C.J. Derramó un vistazo sobre su compañero, que se bamboleaba en la butaca, y sonrió. Posó su mano sobre él y lo notó frío y duro. Sin esfuerzo lo levantó sopesándolo: Era un revolver Llama plateado del calibre 22, el mismo que utilizaba en el club de tiro. Soltó una carcajada: Era otro de los sitios donde tendría que darse de baja.
“Sé que te escondes en ese picadero alquilado que usas para llevar a los ligues”, pensó C.J.

Con satisfacción vio como los puntos luminosos engordaban en el horizonte y se multiplicaban como una plaga de insectos lucíferos.

Date por muerto. –Amenazó en un terrible gesto, mientras devolvía el revolver al asiento.

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Tenía sus llaves y franqueó el piso sin dificultad. A trompicones se encaminó a la estancia donde sabía que lo encontraría. Encendió la luz del dormitorio, y entonces lo vio. Estaba allí, de pié, ladeado por el alcohol y por el peso de la culpa. Se aproximaron hasta situarse a unos dos metros de distancia el uno del otro.
C.J. lo escudriñó en silencio. Aparentaba unos cuarenta años, pero su pelo negro, abundante y revuelto, le daba un aire de eterno adolescente. Contemplarlo en aquellas circunstancias le producía una enorme desazón.

- ¿Sabes a lo que he venido?, ¿No es así, amigo? He pensado mucho en todo esto y creo que es lo mejor. Sí, eso creo.

La luna llena pintaba un círculo blanco en el negro ventanal situado a espaldas de C.J.

- De todas formas... dame una razón para que no te mate. Una sola. -Suplicó, de nuevo en vano, C.J. No era el mejor día para obtener respuestas.

La figura alta, tal vez en otro tiempo elegante, permanecía allí, de pie, tambaleante pero inmutable en su expresión; quizá fueran residuos de aplomo de otra época mejor. Sin embargo todo en su pose apestaba a desaliento y alcohol: la corbata torcida, la camisa desabotonada, su rostro inflamado, embotado y escarlata, truncado por la desesperación.
Pero de pie. Allí estaba. Con la luna llena resplandeciendo a sus espaldas, enfundado en un caro y arrugado traje italiano de seda azul. Pero aquella silueta desastrada no era más que el remedo de un ser humano.

“A lo que has llegado...” Pensó C.J. sin dejar de examinarlo.

Le echó un último vistazo. No lo volvería a ver con vida. Lentamente lo recorrió hasta detenerse en su mano izquierda: un revolver plateado pendía de ella.
C.J. ni se inmutó, ni se previno, ni agudizó sus turbios sentidos o retrocedió. Nada de eso hizo, porque aquel revolver era el suyo. Él era el único monigote en aquella habitación.

Mientras observaba la luna y su propia figura reflejadas en el espejo de pared, con la mano derecha C.J. se llevó el arma a la sien, y sin dejar de contemplarse, se dijo en voz alta: - Adiós, viejo amigo. –Y apretó el gatillo.

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