“Estúpido. ¡Imbécil!”. Ni siquiera reconocía el local donde habían disfrutado de tan bellos momentos. Siempre intuyó que volver no sería una buena idea.
“ La veo y ¿qué?. Ya es demasiado tarde... ¿A qué he venido?.” Preguntó a su propio reflejo, que yacía atormentado sobre la barra del ahora desconocido bar.
Telefonearía para adelantar el viaje.
Sin duda ese cronista divino que nos asignan a cada uno para escribir el libro de nuestras vidas ya había zanjado aquella parte de la de Marco con un final y pasado la página. Debía rendirse ante la evidencia de que su presente transcurría varios capítulos por delante, y en sus albures de simple mortal no figuraba la capacidad de reescribir el pasado.
Recién llegado la madrugada anterior, tras una rápida ducha en el hotel, se lanzó a recorrer las calles al amanecer. Caminó sobre sus recuerdos, sobre aceras satinadas de acidez, a través de imágenes ancladas en la nostalgia y con el rumbo perdido.
Eran pequeños detalles a los que Marco daba mucha importancia: Cada ciudad, cada una de sus calles, despide un olor singular, propio, y pese al esfuerzo que hizo para reconocerlos, aquellos olores eran nuevos para él, ya no le pertenecían. Era un simple forastero, un fantasma del pasado incapaz de saberse muerto.
Arrinconado en aquella barra, durante breves segundos envidió tantos momentos repletos de problemas y preocupaciones que le permitían alejarla de su cabeza. Esa fue la razón por la que decidió apartarla de su vida: Se estaba convirtiendo en un infierno y no quería que ella sufriera. Pero desde que su situación económica se había resuelto y disfrutaba de una posición holgada, ella había vuelto a instalarse por completo en sus pensamientos, con una enfermiza fijación. Esa era la locura que le había traído allí.
“Hoy mismo me marcharé”. Estaba decidido.
Y aquella maldita sombra sobrenatural que le habían asignado lo mortificaba otra vez, sin más motivo que para contemplarlo sumido en el desaliento y a punto de zozobrar sobre la taza de café abandonada sobre el mostrador. “Sádico” –Pensó Marco.
Se refería al destino que tan malas pasadas le había jugado y que ahora traveseaba con su olfato restregándole la dulce fragancia que emanaba de ella y que Marco tanto añoraba.
“En el primer vuelo”. Se reafirmó en sus planes inmediatos.
Con un movimiento espontáneo miró de soslayo hacia la imaginaria procedencia de ese perfume y un escalofrío le golpeó la boca del estómago, empantanado su expresión de sangre.
“Es ella”. Se asombró, intentando templar su corazón que a punto estaba de reventarle el pecho.
Confundido, se encaró de nuevo al frente donde un espejo de botellero lo traicionaba. A la izquierda un periódico reposaba abandonado sobre la barra. A su derecha estaba ella y no sabía que hacer. Con viscosidad, intentando no levantar sospechas, se hizo con aquel armazón de papel que le haría sentirse más seguro. De nuevo oyó su azucarada voz cuando Diana pidió un café con leche, como siempre. Era la mejor melodía que había escuchado en mucho tiempo.
El camarero despachó a Diana con la soltura que se muestra a la clientela habitual, y Marco se dio cuenta de ese pequeño detalle a pesar de que todos sus sentidos estaban suspendidos.
Diana no reparó en él, en ese extraño parapetado tras los titulares de la jornada.
A empellones y camufladas de disimulo, las pupilas de Marco fotografiaron aquella piel rosada y suave que recordaba cada vez que comía un melocotón. Los cabellos de Diana se derramaban sobre sus hombros como serpentinas de azabache y a trompicones se deslizó hasta sus ojos, tan grandes y azules como el océano que los había separado, hasta la orilla de sus finos labios, tras los que se encerraba una sonrisa blanca y fresca como la espuma de las olas al romper. Resultaba inaudito, pero Diana estaba tal cual la recordaba.
Volvió al periódico, cegado tras la frugal excursión.
“Hoy mismo. En el primer vuelo”. Dudó. “Tengo que hablarle”. Se convenció. “No. No tengo ningún derecho”. Volvió a dudar.
Privado de toda capacidad de razonar, al menos sabía que cual fuera el resultado de aquella lucha él resultaría perdedor.
Era menos de medio metro lo que separaba sus taburetes, pero se había convertido en una distancia infinita, en un abismo infranqueable surcado por una tormenta. Su vida ya no era la de ella.
Marco se sintió como un ratón indeciso en medio de un gran salón. Temeroso de que ante el menor movimiento la atención de gata de Diana se centrase en él, permaneció inmóvil y amargado como una estatua de hiel. Pero por el rabillo del ojo la recorría sin darle la menor tregua, con más desconsuelo que satisfacción. En una de sus pasadas reparó en un pequeño detalle pero muy importante: Aquellas manos que le habían cubierto de caricias, esos dedos largos y tersos estaban inmaculados. Ningún anillo los encadenaba.
“...No. Es demasiado tarde”. Vaciló de nuevo.
Diana apuró su café y se desvaneció por la puerta, dejando un hueco que se fue expandiendo por el local hasta aprisionar a Marco por completo.
“¡Cobarde!”. Se maldijo en silencio.
Mortecino y aterido por un extraño frío, su ánimo se petrificó aplastándole todas las ideas y por sus venas corrió la melancolía. Era demasiado dolor el que se cebaba sobre él y todo su semblante se derrumbó, conmocionado, sobre las palmas de sus manos.
“¡Qué terrible estupidez! ¡Nunca debí de haber vuelto!”. Clamó apesadumbrado para sus adentros. Por la fisura de los dedos revisó aquel taburete, ahora tan vacío como la vida que le esperaba y que ya nadie ocuparía.
“¡Qué demonios! Por algún motivo aún acudía a diario a aquel bar. A nuestro bar”. Se asió con fuerzas a esa intuición repentinamente sobrevenida.
Privado de toda razón, Marco se precipitó fuera del local, pensando que quizá el redactor celeste de su biografía estuviese equivocado y a ese capítulo de su vida le faltasen todavía muchas palabras para concluirlo, y él iba a pronunciarlas ahora. “Si. Sólo se trata de un punto y seguido”. Concluyó. “Tú no eres quien para emborronar mi vida”. Le advirtió ofuscado a ese halo etéreo que tan mal había guiado sus designios y oteó el horizonte hasta dar con ella.
Era una gris mañana de octubre, con un pesado cielo a punto de llorar. A grandes zancadas le dio alcance, pocos metros antes de que atravesara el río desbordado de coches en que se había convertido la avenida.
Un chispazo eléctrico le perturbó cuando tocó el hombro de Diana para reclamar su atención.
- Hola. –La saludo estremecido. Al instante se arrepintió. Después se quedó en blanco, temblando como un idiota.
Diana le regaló un vistazo de azul asombro, mientras en sus labios se dibujaba la mueca automática que involuntariamente reproducía ante el desconcierto y que él tan bien conocía.
Contemplarla con tal franqueza lo colmaba de gozo. Con ansiedad recorrió sus preciosas facciones, deteniéndose en su nariz salpicona y levemente perfilada, el marcada hoyuelo de su barbilla, su boca grande y ligeramente asimétrica... en fin, aquellos pequeños detalles e imperfecciones donde radica la singularidad y belleza de las personas.
Marco temía que la mirada confusa de Diana se permutase en odio, pero sólo se mezcló con indiferencia. Era un pequeño detalle que no mostraba sino el extraño en que se había convertido.
- Tuve que marcharme – Fustigó aquella frase con el movimiento de ambas manos-. Lo sabes perfectamente, Diana. Mi padre murió. Yo era el hermano mayor. Estaba obligado a hacerme cargo de los negocios. No podía abandonarlos a su suerte.. –Insistió trepidante. Pero sólo redundaba en lo que ella ya sabía, a la inútil espera de otras palabras que se negaban a acudir en su ayuda, y volvió a quedarse allí, de pie, sin saber que añadir, con la azotea vacía de ideas.
Diana ladeó la cabeza y en sus ojos se formó un interrogante.
- Yo quería estar a tu lado... Me vi obligado a poner tanta distancia por medio... Siempre pensé que sería una situación temporal. –Braceó con fuerza como si con ello pudiese espantar el recelo de Diana.
Como arrastrada por un remolino de viento, la duda se esparció por el semblante de Diana. Marco pensó en agarrarla con fuerza y estrecharla entre sus brazos para así mantenerlos quietos. Pero se amedrentó ante semejante ocurrencia.
- ...Y las cosas no fueron como esperaba. –continuó disculpándose-. Tuve muchos problemas al principio, y el tiempo fue pasando. Después, cuando dejaste de escribirme no quise insistir. Mi vida era un infierno y no la quería para ti. No la quería para ti. Te merecías algo mejor. No te hubiese hablado, pero hoy, al verte, miré tus manos... y no vi ningún anillo... - Ahora sus palabras saltaban las unas sobre las otras, solapándose en un barullo, sin que pudiera hacer nada por impedirlo.
La mirada de Diana se congeló en algún lugar intermedio entre los dos, en un espacio que Marco ya me sentía incapaz de llenar.
- Pensé que..., tal vez... –Se interrumpió incapaz de terminar la frase.
“Fue un error”. “Hoy mismo me marcharé”. Asintió en silencio.
Por entre el ruido del tráfico le pidió inútilmente perdón de nuevo. Ya doblegado, quiso dar por zanjada aquella incómoda conversación.
-Al menos cuéntame algo de ti... No sé... Cualquier cosa... ¿Lograste aquel sueño? ¿Montar tu propia agencia de publicidad?
Toda la faz de Diana explotó, y como tiradas por resortes sus párpados y su boca se abrieron de par en par, en un extraño gesto que Marco observaba por primera vez. De su garganta surgió una aguda carcajada que fue aumentando con vigor.
Fue entonces cuando Marco se dio cuenta de que, con tanta precipitación y embriagado por los recuerdos, había olvidado otro pequeño detalle.
“¡Dios mío!”. De súbito se avergonzó como lo haría un niño pillado en una ridícula falta.
“Maldito estúpido”. Embobado por la presencia de Diana se había olvidado... Si. Por un momento se había olvidado.
Rojo como un tomate maduro, Marco dio media vuelta con la mayor rapidez que le fue posible y se alejó de allí a toda prisa.
No fue suficiente. Como un espectro, la voz de Diana se abalanzó sobre sus espaldas.
- Señor. Yo también me llamo Diana, pero me ha confundido con mi madre. ¿Quiere que le diga donde tiene la agencia?
Marco Negó con la cabeza alejándose con toda urgencia.
... ¿Cómo pudo olvidarlo?: Ya habían pasado veinticinco años desde su marcha.
“En el primer vuelo”. “En el primero”. Se repitió a punto de derrumbarse.
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