- Lo siento mucho, doctor.
Azorada, la enfermera pasó un pañuelo de papel sobre el frontal de la bata blanca del prestigioso doctor, a la sazón su nuevo jefe, en el justo lugar donde se ubicaba la mancha del café que tan torpemente había derramado. Era su primer día de trabajo y no comenzaba con buen pié
- No se preocupe –La tranquilizó el doctor Alonso. Asiéndole la mano le obligó desistir de la tarea-. Tengo más batas. Este se lava y en paz.
La enfermera ya había oído hablar de las cualidades de quel cirujano plástico. Y no sólo por ser considerado un eminencia en su profesión, sino por la maravillosa persona que le habían descrito que era, motivo por el cual todos, pacientes y empleados, lo adoraban.
En el rostro del doctor se trazó una sonrisa llana. Ajeno a la trajedia que más tarde le acontecería, por un segundo se iluminó en ella un reflejo de metal. Era el presagio de lo que le aguardaba en su casa.
- Y ahora no se preocupe más y disfrute su café.
“...Y además eres rico y guapo. ¡Qué suerte tiene tu mujer!”. Suspiró la enfermera mientras se alejaba sonteniendo el vaso con el café. Pocos pasos después giró espontáneamente su cabeza para volver a contemplarlo. Aquella era la última vez que lo vería.
La nueva enfermera siempre lo recordaría así, de pie, alto e imponente, apoyado contra el expendedor de bebidas. Ligeramente despeinado y con su atractivo rostro flanqueado por una sonrisa en forma de destellante mohín de porcelana.
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Nada satisfacía más al doctor Alonso que el momento de llegar a casa: Amaba profundamente a Paty, su esposa. Eran poco más de las ocho de la tarde cuando llegó a su lujoso chalet ubicado en una tranquila zona residencial. Allí lo aguardaban Paty y la desgracia. Cruzó el umbral de la puerta y sus agudos dotes de observador notaron enseguida algo extraño en el guardarropa.
Sorprendido, contemplo aquella gabardina colgada mientras se fortaba la barbilla con los dedos de su mano izquierda y fruncía el entrecejo. Todavía ignoraba que aquella bestia ya lo observaba esperando su oportunidad.
- ¿Qué...? – Se preguntó en alto- Paty. ¡Paty!.-Llamó a su mujer adentrándose por el pasillo con paso firme.
Pero aquel malnacido ya arremetía contra él por la espalda, a traición, y el doctor Alonso perdió al momento el conocimiento. Después fue a por Paty.
Las terribles escenas que a continuación se sucedieron entre esas paredes me considero incapaz de reproducirlas. Mi estómago no me lo permitiría.
Pero dos horas más tarde, Paty yacía media moribunda sobre la cama del dormitorio, con la larga y rubia cabellera, mechonada de sangre, esparcida a su alrededor, y la ropa destrozada a jirones. La surcaban multitud de golpes que ya se iban tintando de un oscuro morado y estaba convencida de tener la mandibula rota. Ultrajada su belleza por tanta brutalidad, había sido violada con saña enfermiza al menos en dos ocasiones, que ella recordara, antes de desmayarse. Atemorazada, miró hacia el rectángulo de niebla en que se había convertido la entrada baño, y donde aquella bestia cantaba despreocupada bajo el agua caliente de la ducha, quizá para limpiarse las manchas sangrientas. Paty no dudaba de que ese animal volvería a embestirla tan pronto como terminase la faena que ahora lo acupaba.
Inventando fuerzas en donde ya no había nada, con dificultad se deslizó hacia el ropero, en cuyo cajón del fondo sabía que su marido guardaba un revolver. Paty nunca había disparado un arma, pero ni por un instante dudó que no pudiera hacerlo.
Dolorida, se sentó en el borde de la cama que estaba enfrentado con la puerta del baño, mientras se familiarizaba con aquel trozo de acero brillante, y puso lo mente en blanco. No quería que nada distrayese su atención. Ya solo quedaba que aquella carroña asomase.
No tuvo que esperar mucho tiempo.
Aquella alimaña apareció desnuda y satisfecha por entre la densa nube de vapor que se esparcía desde el vano, y fue cuando su feliz expresión mutó. Paty ya lo apuntaba directo al corazón.
- Maldito canalla –Le gritó Paty con aspereza- No me volverás a poner la mano encima. ¡Por Dios, lo juro! Y esta vez sólo por colgarte la gabardina en el sitio que no era. ¡Muérete, Cabrón!
El doctor Alonso adelantó las manos mientras pronunciaba unas palabras, pero fueron engullidas por el ruido del disparo. Cayó como fulminado por un rayo.
Malherida, agotada, pero satisfecha, Paty se derrumbó sobre la cama. Era consciente de que iría a la cárcel, pero la podía considerar como un justo premio después de tantos años de sufrir maltratos de su marido.
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