¡MALDITO BORRACHO!

Decidí dar un paseo hasta el despacho para disfrutar de aquella espectacular mañana, llena de color y aromas de primavera .Y la mañana no era más que el anticipo de una memorable jornada: Hoy me presentarían como nuevo socio en el Bufete, justo premio a una trayectoria de éxitos, a base de mucho trabajo y duro esfuerzo... Me sentía pletórico y satisfecho de la vida.
Al doblar la esquina, a punto estuve de tropezar con un borracho que, como el vómito de una resaca, yacía espatarrado en la acera. Medió incorporó su extrema delgadez. Envainado en un viejo tabardo entre verde y sucio sobre los jirones de una camiseta que algún día pudo ser blanca, cubrían los alambres de sus piernas unos vaqueros rotos y mugrientos que terminaban en los restos de unos zapatos. De sus ojos amarillentos, atrapados en una telaraña roja, surgió su mirada lastimera que se posó en mi rostro sin dar la impresión de verlo. Exclamó “¡Puff!”. Se mesó el estropajo metálico que le hacía de barba, las alquitranadas greñas después, y se abandonó de nuevo sobre la calle.

Lejos de mostrar mi disgusto ante aquella interrupción brusca en el placentero mundo de mis pensamientos, me apiadé de lo que quedaba de aquel hombre y le tiré un billete de 50 pavos antes de proseguir mi camino.

¿Por donde coño estaba? ¡Maldito borracho...! Me hizo perder el hilo. Ah, sí....
Propietario del amor e una preciosa mujer y padre de una adorable hija, la vida era para mí un feliz regalo del destino...

- ¡Eh...Tu!

Me giré, frustrado en mis dulces sueños por un grito carcomido. Era el borracho que, sentado sobre la acera, llamaba a alguien.

¿Por donde iba...?

- ¡Eh... Tú! Tú. Detente. –Me interrumpió de nuevo su voz.

¡Maldito borracho! Volví a girar la cabeza. El borracho casi se había puesto en pié, sostenía en alto el billete, y con un dedo cocido señalaba hacia el semáforo dónde me encontraba a la espera de cruzar.

- ¡Eh...! –Esta vez pareció como si el dedo surgido de su cuerpo encorvado me señalase.

- ¡El del traje azul y el maletín! -Aulló de nuevo desde la cloaca de su garganta.

Ya no me cabía la menor duda de que se dirigía a mí. Me impacienté. Por fin apareció el monigote verde en el semáforo y me dispuse a cruzar.

-¡Detente¡ ¡Detente! ¡No cruces!...–Berreó hasta que se le calaron los pulmones

¿Qué? ¿Qué intentaba decirme? Pero no me detuve, sino que apuré más el paso.
A mis espaldas sus gritos proseguían y lo miré de refilón.
Me seguía.
Avanzaba con dificultad, un tanto encogido, mientras me señalaba rugiendo: “Tú... Tú” Detente...
Aceleré, validando con rápidos golpes de cabeza la distancia que nos separaba: unos diez metros. Pero el maldito borracho, torcido, medio cojo y consumido, continuaba tras mi rastro.
Comencé a preocuparme de verdad. Aligeré mis movimientos, por vergüenza, sólo hasta el límite de la compostura. Yo era un duro abogado y no llegaba a entender porque aquella escoria con patas me ponía tan nerviosos.
Pero aquel despojo era capaz de mover sus temblorosas piernas con una rapidez inusitada para un cuerpo tan castigado. Y su garganta, lejos de estallar, aumentaba su sonora potencia.

-Detente. Detente.

Olvidé las formas y, despavorido, emprendí la carrera, perseguidos por sus gruñidos atronadores, por ese dedo que persistentemente me señalaba y tras el cual se encontraba aquel maldito borracho.

- ¡Tú! Tú. Detente.

Aterrorizado corrí y corrí, asustado como un gorrión por aquel espantapájaros que, renqueante, continuaba a mi acecho, sin darme tregua, a la caza.

- ¡Detente! Párate de una vez.

No sé cuánto tiempo proseguí huyendo de aquel fantasma del tabardo verde, pero los transeúntes se evaporaron, los edificios nobles dieron paso a construcciones más humildes; después a una barriada sucia. Me había perdido. Me escaseaba el aliento, y el sudor había vuelto mi ropa pegajosa...

- ¡Eh...! Tú.

Pero continué corriendo, perseguido por aquellos gritos afilados como puñales que se clavaban en mis oídos. Y aquel pedazo de hierro oxidado, me seguía como a un imán.

- ¡Detente...!

Comencé a chillar también. Mi voz, sin fuerza, se diluyó en su torrente de alaridos. Acortaba distancias. Era inútil, nadie podría oírnos: Aquello era un desierto de asfalto. Pero... ¡Conocía aquel lugar! Aquel barrio, sus sucias aceras... Qué extraño, pensé.

- Túuu....

Con aquel podrido apéndice detrás, doblé la esquina. Grave error: era una calle ciega. Me giré. Demasiado tarde. El borracho estaba ya en el umbral del callejón, frente a mí. Ahora callado como una zorra..., y yo, como mi piel, me sentí como una gallina.

Me incliné a recuperar el fuelle, tosí violentamente mientras escrutaba cada centímetro de aquel lugar en busca de una fuga, de un arma con la que hacerle frente, de lo que fuera... Pero sólo distinguí basura y excrementos. Olía a podredumbre y orín.

- ¿Qué coño te pasa? ¿Es que no me oías? –Vociferó señalándome de nuevo con ese dedo. La larga carrera no lo había mellado.

- Escuche... –rogué-, le daré lo que quiera, pero no me haga daño.

Saqué la cartera y la lancé a sus pies.

- Hay doscientos o trescientos pavos. Tarjetas de crédito... Coja lo que quiera. Yo no diré nada. –Le expliqué asustado, mientras continuaba escarbando con la mirada en aquel vertedero, en busca de alguna esperanza.

En sus manos apareció el billete de cincuenta que le había dado cuando me tropecé con él. Ignoró la billetera, como a un desperdicio más, y dio un paso adelante.

Yo lo di hacia atrás.

- Tu dinero vale una mierda. ¡Una mierda! –Me informó. Con ambas manos hizo trizas el billete de 50 pavos y lo esparció como confeti.

¡El reloj! Eso es lo que quiere, me convencí. Lo aparté de la muñeca y, con cuidado, lo deposité en el suelo, en medio de la porquería.

- Es un Rolex. Un Rolex de oro macizo. Se lo regalo. Vale un montón de dinero –Le indiqué, algo dolido por su pérdida.

Él comenzó a avanzar y yo a retroceder. Tropecé con un montón de cartones tirados sobre el pavimento y continué reculando sobre aquella improvisada alfombra.

- Métete el reloj donde te quepa –Pregonó en alto, mientras lo pisoteaba con furia hasta hacerlo añicos.

El maletín... Los documentos. ¡Claro! Ese tipo no era un borracho. ¿Cómo no me di cuenta antes? Aquel tipo era un sicario. Un sicario disfrazado... que me estaba esperando... Pero en aquellos papeles radicaba mi vida. Eran contratos, documentos sobre mis defendidos, tácticas, triquiñuelas legales, maquinaciones dentro del sistema... ¿Qué había tan importante dentro?

- Ya sé quién es usted. Dígame: ¿Quién lo manda? –Lo interrogué con la firmeza que utilizaba en el estrado.

No respondió. Me apuntó con una mirada aviesa y avanzó de nuevo.

- Tendrá que matarme –Le aseguré aferrando el portafolios contra mi pecho.

Nunca le daría aquellos papeles. ¡Nunca! Los defendería con la vida.
Mi espalda chocó contra un muro. Estaba acorralado en una esquina del callejón. Pero no se los daría. ¡No! Lucharía con él. Ya no le tenía el menor miedo.
Con un audaz movimiento le lancé el maletín.

- Quédese los malditos documentos. Pero por Dios..., no me haga daño –Me arrebocé contra la pared, tartamudeando a causa del miedo.

Pero él propinó una patada al maletín y continuó su avance.

Cerré los ojos. Temblaba como una maraca. Noté su pestilente aliento vertido sobre mi cara.

- Abre los malditos ojos, Jako. –Me ordenó.

Lo obedecí. Estaba a escaso medio metro de mí.

- ¿Jako...? –hacía años que no había oído aquel mote- ¿Como sabe ese apodo...? ¿Me conoce? ¿Nos conocemos? –Mis preguntas sonaron a chasquidos secos, porque mis labios eran castañuelas.

- ¡Claro que nos conocemos, Jako! ¿No te acuerdas? –Su boca rancia me obsequió una sonrisa desdentada.

Negué con la cabeza.

- Fíjate bien en mi cara... –continuó, punteando con las manos-, en este callejón de mierda, en mis ropas...

Investigué detenidamente su rostro. Las pocas zonas desiertas de espeso vello eran trozos de cuero seco y agrietado, surcados por regueros de venas púrpuras. Sus ojos, barnizados de bilis, reflejaban una ulcerada irritación. Descubrí una cierta familiaridad en sus rasgos, pero... no. No caía en la cuenta.

- Te ayudaré, Jako –me insistió cordialmente. Se remangó y apareció un brazo esquelético, guarida de secas culebras picadas de veneno-. Ëramos compañeros en la facultad, estudiaba leyes como tú. Yo iba a ser alguien, alguien como tú, no a convertirme en esta mierda que ves.
Pero tropecé contigo fuera de clase...

-No... Lo siento.

-Haz memoria –me aferró por los hombros y me agitó como a un vaso de whisky con hielo-. MEJODISTEBIENJODIDO en este callejón. Primero unos inocentes porros, después vino la coca, las pastillas, la heroína... ¡HASTA LA MEMORIA ME FALLA PARA NUMERAR TODA LA MIERDA QUE ME HE METIDO....! Yo quería dejarlo –se lamentó-, pero tú no querías que lo hiciese.
¿Sabes? Al final lo conseguí. Pero entonces te das cuenta que eres una mierda, un inadaptado, que has perdido media vida... los remordimientos te atormentan... Y ya ves, terminé pegado al cuello de una botella.
Mírame –agarró las solapas de mi traje y me volvió a agitar. Su rostro todavía se arrugó más a causa de la aflicción, y sus ojos, enrojecidos de por sí, comenzaron a llorar.- ¡Mírame bien! ¿Qué hiciste con mi futuro? Por tu culpa soy un maldito borracho que no tiene dónde caerse muerto...

Y lo miré. Con detenimiento. Como si examinase una bacteria al microscópico en espera de descubrir algún remedio para aquella afección. Pero todo el miedo se estaba transformando en desprecio, y ya sólo un halo de curiosidad me mantenía allí.

- ¿Te acuerdas ya? –Añadió, con el odio refractado entre sus lágrimas.

Después permanecimos un largo rato en silencio. El pútrido olor de aquel lugar se volvía cada vez más insoportable. Y sus facciones, aquel callejón... , me resultaban cada vez más conocidos... Pero no...
Yo intentaba recordar. Lo intentaba... escarbaba con dificultad en el tiempo cuando vi pasar un carro repleto de recuerdos envueltos en papel de plata y tirado por mil caballos que levantaron una polvareda blanca.

- No... Noo... NOO... –Me llevé las manos a la cabeza para evitar que explotase con todos aquellos cartuchos de imágenes encendidos en mi mente.

Grité y grité, hasta la extenuación, hasta quebrar mi garganta, hasta vomitar el alma.

-¡NOOOOOOOOOOOOOO!

Mis párpados cayeron como dos losas de cemento. Me derrumbé, ovillado, sobre el lecho de cartones.

-Necesito un trago. –Supliqué en vano.

¡Claro que conocía a aquel desgraciado!¡Claro que conocía ese callejón sin salida!

Me enjuagué los nichos de lágrimas con las sucias mangas de mi tabardo.

En ese sucio callejón acababa de despertar, como todas las noches.

¡Yo era aquel maldito borracho!

No hay comentarios: