UN AS EN LA MANGA

No tenía nada que perder. La empresa se había evaporado y ella ya no estaba con él: Lo había abandonado. Todo a causa del juego.

Se miraron con frialdad antes de proseguir la partida. La habitación era pequeña y desnuda, decorada por el humo de los cigarrillos; olía a miedo, a sudor, a adrenalina, a tabaco... y varios tufos indescriptibles se habían apoderado de aquella ratonera. Hedía como los cadáveres putrefactos, a ollín y casquería, y el cargado ambiente se podía trinchar.

Le había quedado el piso, pero el dinero de la venta estaba ahora sobre la mesa formando urbanizaciones de bloques de billetes.
Si ganaba, con dos millones podría comenzar una nueva vida, lejos de allí. Si perdía... ¡Qué más daba!

Un estallido de júbilo lo sacó de su ensimismamiento.

- ¡He ganado! -. Exclamó su rival, y como un cangrejo se abalanzó sobre los fajos de billetes posados sobre la mesa.

Pero lo detuvo, agarrándole con fuerza por la muñeca.

Sólo quedaban ellos dos dentro de la partida. Otros seis sórdidos caballeros estaban sentados a sus espaldas al fondo de la habitación. Tres de cada lado.

- ¿Qué significa esto? –Le rugió su contrincante, al tiempo que esparcía la mirada por la estancia en actitud precavida.

- Es mi turno.- Le replicó con aplomo, sin soltarle la muñeca.

Su contrincante soltó una risotada.

- ¡Si no puedes ganar! -. Le respondió su rival con mordacidad.

- Pero es mi turno -. Insistió. Sus palabras eran glaciares.

Todavía abalanzado sobre el dinero, el rival levantó la mirada hasta sortear el hombro de aquel loco, buscando la confirmación de los tres hombres sentados contra la pared. Estos afirmaron con la cabeza.
Repitió la operación girando el rostro hasta localizar los tres hombres sentados a sus espaldas, con el mismo resultado.

Uno de ellos exclamó: “Es su turno”. Aquella voz sonó con gruesa impiedad, como una orden militar.

El rival retiró sus pinzas del dinero y asintió volteando las palmas hacia arriba y gesticulando una mueca.

- Es tu turno. -Repitió con recelo, y su rostro se ensombreció, como si comenzase a dudar de sus verdaderas posibilidades de ganar: Aquel chalado quizá ocultase un as en la manga.

Pero aquel demente al fin y al cabo no tenía más que perder, y sí había una posibilidad. Sí, lo creía. Aunque si no funcionaba saldría con los pies por delante y era consciente de ello. Una posibilidad...

Y lo hizo sin pensarlo dos veces. Con toda la rapidez de que fue capaz. Como una muerte precipitada que no se anuncia. Con la celeridad de un disgusto, de una mala nueva. Con la fugacidad con la que transcurren los buenos momentos, o el recuerdo de toda una vida cuando ya no da para más y expira en un chasquido..

Pero no hubo ningún fallo mecánico, ni el revolver se encasquilló. Sólo una explosión. La bala que estaba alojada en le sexto y último hueco del tambor funcionó correctamente, penetrándole limpiamente por el lóbulo derecho del cráneo para desparramar sus sesos por la estancia. Sólo el pañuelo rojo atado a su cabeza pudo impedir que todas sus neuronas quedasen incrustadas en las sucias paredes.

Mientras el que fuera su rival guardaba con avidez el dinero en una bolsa de basura, cuatro de los seis hombres sacaron su cadáver de allí.
La partida de ruleta rusa había finalizado.

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